Las rebajas de verano se acercan y cada año más, al igual que durante el Black Friday o los días previos a la Navidad, supondrá una prueba de fuego no sólo para el comercio y las plataformas online que concentran en muy poco tiempo un gran volumen de ventas, sino también para nuestras ciudades.
Desde hace tiempo se está incrementando exponencialmente la demanda de entregas individualizadas y al momento, a la vez que las consiguientes devoluciones de producto.
Por todos es sabido que no es eficiente ni sostenible que, en un corto lapso de tiempo, múltiples vehículos comerciales de distintas compañías accedan a una misma zona, calle, local o vivienda para entregar o recoger una fracción, habitualmente pequeña, de su carga.
A ello se suma que los ayuntamientos tienden a reducir espacios para la circulación de vehículos privados a motor de combustión, favoreciendo los de tracción humana o eléctricos, así como el transporte público. Además, las zonas de carga y descarga son muchas veces insuficientes en espacio y en ubicación o no se usan apropiadamente, con vehículos comerciales cargando y descargando en carriles bici, en doble fila o en otros lugares u horarios no permitidos, dificultando aún más el tráfico.
La gestión de todo ello no es sencilla: en la última milla urbana coexisten tráficos de mercancías muy distintos y que deberían ser tratados separadamente, como los internos de la propia ciudad, de dentro hacia fuera, o de fuera hacia dentro. Tampoco podemos analizar del mismo modo los tráficos generados por el pequeño comercio o los particulares frente a los de las grandes cadenas de distribución. Y por supuesto, hay tipologías de mercancía no mezclables entre sí. Cada una de estas variantes presenta características específicas.
Existen infinidad de estudios y propuestas respecto de la última milla, y todos los ayuntamientos están dando pasos en algún sentido, pero nadie ha encontrado aún la solución. Probablemente porque “la solución” no existe. La solución seguramente será un cóctel de soluciones.
Pero diría que hay algunos criterios generales que creo que deberían ser adoptados, si es preciso mediante regulaciones obligatorias. Deberíamos implantar la economía colaborativa entre todos los actores involucrados (transportistas, distribuidores, comerciantes y público en general) para compartir eficientemente los recursos utilizados, sean móviles o de infraestructura. Convendría pensar en gestionar centros de distribución/consolidación compartidos por distintos transportistas y distribuidores en los barrios y en la periferia, creando “pools” de carga, locales de recogida y entrega multiempresa, etc.
Todo lo que se mueva por la ciudad debería ser sostenible: eléctrico, silencioso, etc. Los triciclos de pedales para el reparto o la recogida entran en esta clasificación. Ahora bien, y perdonen aquí una puntualización, la esclavización de los repartidores no es un concepto sostenible.
Con todo ello, habría que utilizar todos los medios organizativos y tecnológicos a nuestro alcance para minimizar la congestión: asignación previa de “slots” temporales, circulación nocturna, vehículos autónomos con taquillas, robots móviles, sensorización de las infraestructuras, big data e inteligencia artificial para prever y optimizar los flujos, etc. Ya contamos con toda esta tecnología, sólo nos falta ¡ser “smart cities” de verdad!
Es evidente que todo esto no se conseguirá por efecto natural del mercado, o al menos no en un plazo de tiempo razonable antes de que empecemos a renegar de nuestras ciudades y de sus gestores. La administración debería empujar (¿y hasta forzar?) estos cambios, y debería hacerlo con transparencia, explicando el cómo y porqué de modo que los entiendan todos los actores y los ciudadanos.
¡Por cierto! ¿No les parece que hablar de economía colaborativa, sostenibilidad, eficiencia, compartición de espacios y recursos y, en definitiva, de buscar una mejor coexistencia mutua tiene mucho que ver con valores y excelencia? ¿Les suena?
Josep Maria Costa
Consultor