Hubo un presidente de un país que, al no ser especialmente alto, se ponía tacones para ganar los centímetros que le faltaban y, de este modo, no deslucir ante su pareja. Si nada humano nos debe ser ajeno –según recomendaba Terencio hace más de dos mil años–, los centímetros postizos no deben provocarnos ni sorpresa ni sonrisa: quien se sienta mejor que otros, que levante la mano. A ser posible, después de callar y pensar un rato. De hacerlo así, habría aún menos manos desafortunadas en alto.
Toda –o casi toda– altura intelectual es prestada en la vida. Seamos humildes ante el saber, que casi siempre es de otros y que, por tanto, llega a ser nuestro por adquisición. Por ganas de crecer, de educarse y de hacerse a uno mismo, como forma de ese proceso de acumulación de conocimientos que, por definición, nos vienen prestados. Realizarnos como personas es llenar un universo de posibilidades y para ello convendrá estar abiertos a aprender siempre. A impregnarnos de vida.
De las muchas formas de aprender, confieso que los libros son una de mis bases esenciales. No es la única. Hay otras formas de adquirir saber. Todos conocemos a algunas personas no lectoras muy sólidas. Pero con la cultura leída – en relación con aquella adquirida lejos de la lectura– convendría tener al menos la misma actitud que la que tuvo Séneca con respecto a las riquezas, sobre las que escribía esto: “Yo no busco las riquezas, pero las prefiero”. A algunos nos pasa lo mismo con los libros. Aceptémoslo: aunque hay personas no lectoras con las que sentimos un enorme placer al conversar, se suele disfrutar más de la conversación con un buen lector.
Asumiendo que toda altura intelectual humana es prestada, tomemos los centímetros que nos faltan, siempre que podamos, gozando el acto de leer.
Las personas vivimos juntas, pero no siempre convivir es una fiesta. Como la vida es dura, a veces nos sentimos perdidos, cansados, desengañados o enfadados, cuando no tristes. Para luchar contra este aislamiento, para estar un grado por encima de la soledad, existe la lectura, como forma luminosa de elevarnos sobre nuestra estatura natural. La lectura es necesaria para vivir en paz con uno mismo alrededor de los demás. Uno piensa en su singularidad de un modo tan humanamente intenso que nos puede llegar a enorgullecer en exceso. Por suerte, hay antídoto al ensimismamiento: te zambulles en un libro y te sientes –
¡bendita alquimia!– menos especial y, al mismo tiempo, más único y menos solo.
Lees y dudas, y esa es una llave angular de nuestra existencia. Si no dudamos, no somos. Dudar y buscar para ser más. Me viene a la memoria un encuentro con el sabio Julio Caro Baroja, a quien en 1987 le pregunté: “Para usted, que ha leído mucho, estudiado mucho, pensado y escrito mucho, ¿qué es lo que vale la pena en la vida?”. Tras pensárselo un momento, repuso: “La bondad natural de la gente normal que la tiene, sin tener por qué y , sin embargo, la tiene”.
Esta reflexión sobre tan gran virtud está hermanada con aquella de Oscar Wilde que recordaba que cuando era joven admiraba a la gente inteligente y que cuando se hizo mayor admiraba a la gente buena.
Leer es tener un elevador por encima de la inundación que nos rodea. Es aceptar las fisuras de vivir. Como me comentaba el autor de Leer contra la nada, mi amigo Antonio Basanta, “leer es un traslado”. “La mágica conjunción de las palabras, apoyadas las unas sobre las otras, prestándose sonidos y matices semánticos, construyendo la ruta siempre abierta del significado. Leer nunca es cerrar, sino abrir. Nunca es concluir, sino continuar. Nunca es término, sino promesa”.
Leemos con humildad, pegados a la tierra, a su humus, a las múltiples formas de ser. Buscamos sin cesar la elevación. De nuevo Wilde: “Todos estamos en el fango, pero algunos miramos las estrellas”. En realidad, leer es asomarnos a dos momentos magníficos: la lucidez y la misericordia. Lucidez porque para vivir hace falta leer la situación y saber dónde estás, hacia dónde te diriges, qué pasa a tu alrededor.
La lucidez es una mutación letal, como me recordaba otro amigo. El saber puede abrasar, pero optar por él, paradójicamente, no es una elección. No creo que uno decida ser lector. Es tal vez una especie de destino interior. Es extraña la vida: en todo lo esencial elegimos menos de lo que creemos. Hacemos cosas porque es nuestra manera de ser: si actuamos desde la esencia, no tenemos otra opción que la de ser radicalmente nosotros.
Este mundo efectivo nos exige ser muy a menudo supervivientes en la vida cotidiana. Para salir del ensimismamiento, de la indiferencia, de la complicidad malsana o del cinismo, hay una forma mayor –aunque complicada– de salvación: ejercer la misericordia, esa forma de compasión en la que damos cabida al otro. Sin lucidez, y sin la altura de un libro, la vida acaso sea menos completa. Hay que dar espacio a los otros y sentir compasión. Leer es trascendernos.
JORDI NADAL
09/03/2020