Capitulo del libro de ABE (Sin valores no hay gestión excelente)
SOBRE EL VALOR DEL COMPROMISO
Por Josep Piqué
Entre los valores que deben conformar un comportamiento en búsqueda de la excelencia, tanto en la vida personal como social y profesional, destaca el del compromiso.
Un compromiso con unos ideales y objetivos que debemos perseguir: la realización personal y familiar como personas libres e iguales en derechos, la actividad profesional responsable y rigurosa o la contribución a una sociedad más justa, abierta y respetuosa con los derechos de los ciudadanos.
Se trata, en definitiva, de ser buenas personas y buenos ciudadanos. A lo largo de la vida, a medida que uno va cumpliendo años y acumulando experiencias, y hablo de mi constatación personal, uno valora cada vez más los buenos sentimientos, incluso por encima de la inteligencia o la brillantez en el desempeño de las responsabilidades que toca asumir en cada momento en ese gran juego de carambolas que es la vida. Las personas malas pueden conseguir éxitos, pero son efímeros y quedan de forma negativa en el recuerdo. Las personas buenas quedan en el recuerdo de forma perenne porque no sólo han pensado en si mismas, sino en la felicidad y el bienestar de los demás.
Y para ello, el compromiso es un valor capital. Un compromiso con uno mismo y con el prójimo y con la sociedad en su conjunto.
El compromiso con uno mismo supone asumir el principio de realidad y comportarse de forma madura. Debe ser un compromiso con la verdad, la
honestidad, la integridad o la honradez. Todos ellos son valores que nos orienta hacia la excelencia en nuestro comportamiento, tanto en el ámbito estrictamente personal o familiar, como frente a los demás y la sociedad en su conjunto.
Un compromiso que implica que no todo vale o que el fin no justifica los medios. Un compromiso, en definitiva, con la ética.
También necesitamos asumir compromisos en nuestra vida profesional. Como trabajadores, profesionales liberales o emprendedores y empresarios. Compromisos tales como el rigor, la profesionalidad, el esfuerzo (en frase del “cholo” Simeone, todo es negociable menos el esfuerzo, y aplicarlo partido a partido…) y, por supuesto, la integridad, el respeto a las reglas del juego y a la ley y la satisfacción por el trabajo bien hecho. Todo ello implica un esfuerzo en una formación continua para poder adaptarnos adecuadamente a un mundo en vertiginosa transformación. Tenemos que ser flexibles, asumir que hay que aprender constantemente y no perder jamás la curiosidad por saber. Cuando olvidamos ese compromiso, estamos abocados a la obsolescencia, a la pérdida de competitividad y, en definitiva, a perder el tren de la vida.
Pero más allá de todo ello, también debemos comprometernos con la sociedad. La sociedad es una construcción social, valga la redundancia (a pesar de que desde el ultra-liberalismo se plantee que no existe como tal, sino únicamente como agrupación de individuos que ejercen su libertad).
La sociedad es lo que reconocemos al vivir juntos y aceptar unas reglas y unas instituciones comúnmente asumidas. Lo que llamamos el imperio de la ley. Sin esas reglas, estaríamos en la ley de la selva, caracterizada por el dominio del más fuerte y al que mejor se ha adaptado a la evolución de la especie.
La sociedad es el marco en el que es posible la protección de los débiles frente a los poderosos. Es el marco en el que debemos propiciar que nadie se quede atrás y condenado a la marginalidad. Dicho de otro modo, un compromiso con la solidaridad y la justicia social. Es, pues, un compromiso con unos impuestos justos que permitan financiar las necesidades sociales y asociadas al interés general de una forma eficiente y con un claro retorno en términos de balance no sólo económico, sino social. Y nada mejor para garantizar ese compromiso colectivo que un sistema político democrático que garantice sociedades abiertas y la rendición de cuentas desde la transparencia.
Sabemos muy bien que no siempre es así. Los totalitarismos pretenden lo contrario. Una sociedad, y sus componentes individuales, controlada desde el poder político y sometida a sus arbitrariedades, sin garantías legales efectivas frente a las mismas. No se trata solo de sistemas autoritarios, que han existido desde el inicio de la Historia de la Humanidad, sino de sistemas de organización social que entran no únicamente en el ámbito público, sino en el estrictamente privado. Se trata de controlar los comportamientos y, sobre todo, las ideas, eliminando cualquier posibilidad de libre albedrío que cuestione al poder establecido. Desde la opacidad y la ausencia de controles efectivos.
Cabe decir que, con la actual revolución tecnológica -la cuarta revolución industrial o revolución digital- tal posibilidad se antoja mucho más alcanzable. Estamos viendo como internet y las redes sociales no siempre cumplen con las expectativas que en su día generaron. Creíamos que posibilitarían un marco de creciente mayor acceso a la información, a su contraste y, por lo tanto, a un mejor proceso de toma de decisiones.
Como sabemos los economistas, el acceso asequible a la información relevante es una de las características en los modelos de competencia perfecta, junto a la existencia de muchos oferentes y demandantes, la libertad de entrada y salida del mercado o que el producto o servicio ofertado sea razonablemente comparable y homogéneo.
La consecuencia es que, al desaparecer la intermediación entre oferta y demanda para proporcionar la información relevante, se conseguiría lo que llamamos “soberanía del consumidor”, de forma que el mercado permita la relación directa entre los ofertantes de bienes y servicios y los demandantes de bienes y servicios. Un desplazamiento del poder de decisión, en principio, hacia el lado de la demanda.
Esa es la teoría. Pero se minusvaloró la capacidad de las nuevas tecnologías de incidir directamente sobre la voluntad del consumidor o usuario. El acceso a los datos personales, por el poder político o por grandes compañías tecnológicas con poder inmenso de mercado, supone también la capacidad para influir en los procesos de toma de decisión o de posición de una forma determinante. Y así manipular las conciencias, estableciendo las bases para un control de la sociedad desde el poder.
Por ello, es esencial un compromiso con la privacidad de los datos y la protección del derecho a la intimidad. Y como sabemos bien, eso no se cumple cuando los datos son apropiados por el poder político o por el económico, a través de grandes empresas que basan su modelo de negocio en la explotación de unos datos que, salvo conformidad del individuo propietario de los mismos, no son suyos.
Esto es lo que pasa cuando, a través de sistemas políticos totalitarios o autoritarios, se impone como pauta que esa gran nueva materia prima que son los datos, se controlan sin límites desde el poder.
Justo lo contrario de como acontece fundamentalmente con las democracias liberales, que pretenden establecer límites al ejercicio del poder, salvaguardando los derechos de los ciudadanos. Y garantizar, así su libertad.
Es decir, mediante un sistema de garantías y de equilibrios (lo que los anglosajones llaman checks and balances) que eviten el uso abusivo o arbitrario del poder, a través del voto libre, universal y secreto, la división de poderes, el poder de control del legislativo sobre el ejecutivo y, por supuesto, la independencia del poder judicial.
Tal sistema garantiza el ejercicio de las libertades individuales, como la de expresión (y prensa), de reunión, asociación o manifestación, así como la no discriminación bajo ningún concepto de la dignidad y la libertad de los ciudadanos. La “sociedad abierta” que definiría en su día Karl Popper, quién también identificaba con claridad a sus enemigos.
“Un mal sistema, pero el mejor de los posibles”, como expresaría en su día W. Churchill. Por ello, es imprescindible el valor del compromiso por parte de todos para defenderlo, frente a los que pretenden destruirlo, ya sea mediante sistemas políticos totalitarios, economías intervenidas desde el poder o sociedades sometidas al control totalitario.
Un compromiso personal y social proactivo que defienda los valores democráticos conseguidos después de largas luchas contra tiranías y dictaduras. O frente a los intentos de implantar principios políticos que no responden al
interés general, sino que pretenden obligar al conjunto a intereses que sólo son de una parte de la sociedad.
Por ello, tenemos que recordar el valor de los consensos básicos que dan sentido a las sociedades libres, más allá de las lógicas, legítimas y deseables discrepancias políticas. Unos consensos básicos que incluyen la defensa del prestigio y la imagen de las instituciones públicas que nos permiten el libre ejercicio de los derechos, la prevención ante la excesiva polarización política y evitar que los adversarios políticos se conviertan en enemigos carentes de auténtica legitimidad y a los que hay que neutralizar, cuando no destruir.
Y ese compromiso con la sociedad no es en absoluto ajeno a nuestros compromisos en el ámbito personal o profesional a los que nos hemos referido más arriba. Forman parte de un todo.
Un todo en el que la ética de la responsabilidad conforma nuestros comportamientos y limita el egoísmo exclusivista al que se refería el gran creador de la economía clásica, Adam Smith, en “La riqueza de las Naciones”. Y conviene no olvidar que también escribió una teoría sobre los sentimientos morales.
Buena base para la convivencia libre y pacífica. Una convivencia que se basa en toda una serie de compromisos con los valores que nos llevan a la excelencia. Unos valores que se defienden y se promueven desde ABE, Asociación de Búsqueda de la Excelencia que, quién suscribe, contribuyó a crear y de la que
me siento muy orgulloso de ser su Presidente de Honor.
Y si hay un valor que compendia todos los demás es, precisamente, el del compromiso. Un compromiso firme y basado en convicciones profundas. Un compromiso con uno mismo y con los demás.