En todas las épocas, la sociedad ha sentido una gran fascinación por aquellos líderes religiosos, políticos o empresariales que crearon de la nada organizaciones que marcaron su época y los tiempos posteriores. Si nos centramos en el ámbito empresarial, ello es especialmente constatable en naciones muy emprendedoras como los Estados Unidos. Personajes como los Vanderbilt o JP Morgan en el siglo XIX, Bill Gates en el XX o Jeff Bezos o Elon Musk en nuestros días, han logrado la admiración de sus coetáneos.
Son los que nunca fueron con la mayoría. Los que compartieron la famosa reflexión de Bernard Shaw: Todos ven las mismas cosas y se preguntan ¿por qué? Los líderes sueñan en cosas que nunca han existido y se dicen ¿por qué no?
Y no siempre sus obras fueron la consecuencia de una genial innovación, sino que a veces fueron producto de una posición de dominio en el mercado, basada en la influencia política, o aprovechando momentos de vertiginoso cambio social. Pero, en cualquier caso, estos personajes inspiradores, visionarios, individualistas y a menudo autocráticos, han sabido imponer su relato. A fin de cuentas, como suele decirse, el resultado no se discute.
Pero, más pronto o más tarde, los pioneros pasan y las instituciones deben proteger y consolidar el legado inicial recibido. Mucha menos atención han recibido los continuadores, los encargados de desarrollar y cuidar “el rancho”. Éstos, herederos biológicos o no, han contado con un nivel de formación indudablemente superior que los fundadores, pero siempre están expuestos a la odiosa comparación, a una apreciación simplista de que no tienen tanto carisma o al reduccionismo de que ya se encontraron todo hecho.
Esta visión limitada menoscaba la ingente labor de quiénes han sabido aprovechar el punto de partida, lidiar con la burocratización o el inevitable envejecimiento de cualquier organización a lo largo de varias décadas. Sin olvidar la ardua gestión de tratar con un accionariado más repartido. Tarea difícil que requiere otras virtudes como –entre otras–, una mayor descentralización en las decisiones o la capacidad de cohesionar equipos más amplios. Son las cualidades que requieren un gran respeto por los méritos de otras personas, así como la obtención de un compromiso no sólo con el líder sino con la empresa como sujeto pasivo en su conjunto.
Este es el camino que permite a las empresas alcanzar más de cien años de vida, atravesando y superando todo tipo de coyunturas adversas como guerras, crisis económicas o sociales profundas. Pensemos en nuestros lares en casos como CaixaBank, Mapfre, Puig o Catalana Occidente, pero también cabría aplicarlo a multitud de empresas pequeñas, normalmente de carácter familiar.
El balance del líder fundador es relativamente fácil de establecer: donde no había nada se creó algo, más o menos importante. El legado del no fundador no es tan evidente; requiere una fina comparación entre cómo asumió la responsabilidad y cómo la dejó, a menudo en circunstancias bien distintas. Como en la parábola de los talentos en el Evangelio, la clave es ver qué ha mejorado, cuánto ha cambiado y cuál ha sido el sello del no fundador, incomparable al del pionero, pero a largo plazo no menos decisivo e importante.
Javier Pérez Farguell
Managing Partner, Clearwater International y miembro de la junta directiva de ABE